Qué hartura de narices y de manos
son las siete y veinticinco de la tarde
y qué cansancio de pestañas y de
boca
de palabras que ahora me chirrían
como grillos despistados en la
lengua
Ojalá pudiera al menos una vez al
año
hacer turismo metafísico
cambiarme el antifaz de ser humano
salir de la oficina de mí mismo
y pegarme unas buenas vacaciones
por el resto inhumano de las cosas.
Meterme en una piedra por ejemplo
pasar la noche allí
los pies petrificados, las
lombrices pasajeras
los húmedos ronquidos
de la tierra.
Despertarme feliz como una roca
pero ya
con las maletas hechas
y entrar tranquilamente en una
higuera
pasear un rato por su tronco
subir en ascensor hasta la copa
y una vez allí tumbarme al sol
como la más despreocupada de sus hojas.
Quiero que organicen viajes a una
fresa
estoy dispuesto a pagar tres años
de mi sueldo
por convertirme un sólo día
en la pulga que cabalga a lomos de
tu perro
Reivindico mi derecho inalienable a ser un meteorito
quiero conocer otros objetos que
también habitan este mundo
temblar en un violín
pasar el fin de semana en un erizo
acampar al raso dentro de una caracola.
Así después del viaje
cuando regrese a esto
a mis pies, a mis costillas,
a mi recobrada lengua,
a mi asimétrica sonrisa,
lo haré con esa mezcla renovada de ternura, deseo e
incertidumbre
con la que el viajero vuelve de muy lejos
y abre despacito
la puerta de su casa.
Hermoso viaje ontológico a desarrollar por nuevos emprendedores. Por ahí deberían ir las iniciativas transformadoras.
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