Son las
doce menos cuarto de la noche
cuando aburrido
ya de corregir exámenes
abro la
nevera y en la balda superior,
como si
fuera el corazón del frigorífico
encuentro
maduro, solitario
y en
principio incuestionable
un
pimiento,
rojo.
Lo miro fijamente,
comparto con
él unos segundos
y en su enigmático
silencio de hortaliza
descubro
con asombro
que no sé
bien qué estoy mirando
Se abre
entre él y yo un abismo
de
preguntas insondables
¿Por qué
este pimiento es un pimiento?
¿Qué hace
que se mantenga pimiento tenazmente,
que no
devenga puerro, calabacín o lata de cerveza?
Quiero
decir
¿Es él
quién lucha por perseverar en su ser?
¿O existe
un orden superior que así lo determina?
¿En qué
parte de su extraño cuerpo está su esencia?
¿Dónde la
pimientalidad?
Si tras el
pimiento está la cosa en sí
quizá deba
despegar la pegatina imaginaria de su nombre
poco a
poco para que no se rompa
pi- mien- to
y entonces
qué me queda
Pregunto
¿Más allá
de todas mis intuiciones espacio-temporales,
de mis
conceptos empíricos y puros
más allá
del armario revuelto que llamo mi cerebro
más allá
de mis ojos, mi idea y mi palabra
existe el
pimiento como ser en sí?
¿O sólo
existe para mí?
En
definitiva
¿Hay pimiento?
¿Hay yo?
¿Hay hay?
Todas
estas dudas tan kantianas
me
asaltan una noche sin luna de septiembre
bajo la
tenue luz de la nevera
desorientando
el pequeño rumbo de mi vida.
Sin
embargo, lentamente,
como un
letrero de neón entre la niebla
como un
cabo a tierra en mitad de la tormenta
se dibuja sobre el fondo gris de mi
conciencia
una certeza
doméstica
pero evidente,
necesaria, indubitable:
Mañana sin
falta tengo que hacer la compra.